Salsita de tomate

Es sabido que hay trucos secretos que en realidad se tratan de verdades obvias. Se hacen pasar como “secretitos” pero para una son cosas sabidas. Voy al punto: ¿una no se indigna cuando le dicen “el truco para quitar la acidez a la salsa es una cucharita de azúcar”? Es como si a una la tomaran de tonta cuando le dicen cosas tan sabidas. Ya sé que la lista es larga: para calmar al niño llorando un poco de vino en el chupete; si una sale con falda en invierno se agarra catarro en la frambuesita; para tener limoncitos más pomposos hay que ponerse crema.

La cuestión es que un día estaba tomando un jerez con mi comadre Florinda que estaba enojada (y con justa razón) porque su suegra le dijo que el truco para hacer feliz a un marido era darle libertad para rascarse en público. Y recordábamos esto de los trucos y surgió de pronto el del Bustolán, la crema para los limoncitos.

Cierto es que las mujeres siempre quisimos lucir nuestras joyas más preciadas con toda pompa. Florinda me contaba de su amiga de Lomas de Zamora que tenía el Bustolán en la mesita de luz. Está clarito para una, que lee publicidades, que hay que esperar al menos 30 días. La cuestión es que esta mujer se confió tanto en el truco, que pensaba que si aumentaba las porciones de producto y aumentaba las veces en el día que se aplicaba la crema, sus limoncitos se convertirían en pomelos. Así que casi ni hacía las cosas de la casa, se la pasaba de vaga todo el día poniéndose crema a troche y moche. Tan confiada estaba que esto le produciría efecto automático que ni se miraba los limoncitos en el espejo. 

La cuestión es que cada 3 días se compraba corpiños de taza más grandes, obviamente que no los rellenaba. Pero ella estaba orgullosa con su pecho erguido y por no mirase, se pensaba que efectivamente los limones le estaba deviniendo en pomelos. A veces se tomaba dos colectivos sólo para pasear por Santa Fe y Callao con sus joyitas.

La cosa se fue a mayores cuando con el pasar de los días ella se pensó que había llegado al talle 120. Su talle real debería ser como unos 80 y los corpiños le quedaban grandísimos y ni que decir los vestidos. A ella no le importaba nada, como la fábula del traje del emperador. Así caminaba, con una bolsa de aire entre el busto y el corpiño.

La cuestión es que mientras pasaban los meses por la erosión del viento que se le metía por el corpiño gigante, los pechos se le achicaban más y más. ¡Había que verla! Primero tuvieron forma de bellota, luego de pasa de uva hasta que con el pasar de los días, se les fueron poniendo para adentro. Primero como una pasita de uva hacia adentro, una le podía meter el dedo y todo. Eran como hoyitos que luego tomaron forma de bellota hacia adentro. Nadie se animaba a decirle nada porque ella estaba orgullosa. Los pechos iban tomando formas extrañísimas pero siempre con forma de hoyo.

Pasaron los meses, ella seguía caminando por Callao y Santa Fe y la gente se mataba de risa viendo dos pequeñas pasas de uvas que le salían por la espalda. Luego, devinieron en bellotas. Todas se mataban de risa, pero de esa risa amarga como cuando el perro tiene gases. La cuestión es que la bellota devino en limón, porque ella a todo esto seguía utilizando el Bustolán. Luego de limón en pomelo y finalmente de limón en sandía. ¡Sí, llegó a sus amados 120! Pero claro está que los tenía en la espalda. Ella seguía paseando por avenida Santa Fe pero esta vez con el corpiño y el vestido al revés, la parte delantera en la espalda y la trasera al frente. 

 Como reflexión final, me gustaría que recordemos: una no se tiene que confiar en los trucos y secretitos, porque si funcionan demasiado bien pueden jugarnos en contra.


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