Empanadas
Es sabido que una de las cosas más argentinas son las empanadas. Dicen
las gentes que la gran Doña Petrona se enojaba si ella preparaba empanadas para
sus comensales y éstos pedían concupiscentemente cubiertos para comerlas. Claro
está que comer empanadas con cubiertos es una gran picardía. El tener una masa
calentita entre las manos y mordisquear un repulgue no es moco de pavo.
Tengo una amiga que vive en Quilmes cuya comadre tuvo un par de
altercados con la combinación de cubiertos y empanadas. Resulta que si nos
ponemos la mano en el corazón debemos confesar que nos gusta abarcar todo con
el tenedor. ¿Acaso hay algo más deshonroso que un pedacito de comida yaciendo
en el plato? Claro, esto es imperdonable, en un bocado hay que tener todo, porque
si una le puso cebolla, pan rallado, huevos a una comida, quiere comerlo todo junto,
no por cuotas. A una le gusta la belleza en su totalidad y no por fragmentos, esto me
parece que está bien clarito.
La cuestión es que esta comadre se ensañó en aniquilar a una empanada de
humita con un tenedor. No hace falta que sea explícita: comer una empanada con
cubierto es una mutilación. La cuestión es que ella quiso ilusamente en un pinchazo
de tenedor tener todo: la masa, los granitos de choclo, la cebolla de verdeo
rehogada y el queso mantecoso derretido. De más está decir que hubo dos granos
de choclo que se escaparon al tenedor. Esta mujer seguía encaprichada en mutilar
otro pedacito del cuerpo de la empanada y obtener todos sus ingredientes y volvió a
fallar.
Alguna me preguntará: ¿por qué no comer un bocado de la empanada
mutilada y luego recoger con el tenedor el granito de choclo fugitivo? Porque eso se
llama una cuota y lo que una quiere es un bocado, es un abecé de la vida eso.
La cuestión es que esta mujer repitió muchas veces la misma operación:
cortar un bocado y fallar en el pinchazo. Este mecanismo lo repitió a lo largo de la
docena de empanadas sin éxito. No contenta con el resultado cocinó una docena
más de empanadas. Al llevarlas a la mesa, otra vez lo mismo. La decepción del
bocado fallido la desesperó y cocinó dos docenas más. Al no tener suerte en su
pinchazo, mandó a su hijo a hacer los mandados y comprarle más material. Una vez
que las bolsas de las compras descansaban sobre la mesa, la mujer le pegó un
sopapo a la criatura, le dijo que no le hable más y cerró la puerta de la cocina con
candado. A todo esto hay que aclarar que ya era hora de la cena y ya transcurrieron
nueve horas desde la primera docena.
La mujer estaba exacerbada. Siguió cocinando toda la noche una y otra vez
sin dormir siquiera. El sol salió pero ella no se enteró porque su cocina era una cajita
de zapatos sin ventana ni respirador. La cuestión es que entre el monóxido de
carbono del horno y la vigilia la mujer se descompuso y quedó tirada en el piso como
el granito de choclo en el plato.
Esta buena mujer era sola y su hijo no era muy vivaz que digamos. Claro,
una entiende a los pequeños, que están acostumbrados a que las mamás les hagan
todo, ni siquiera piensan por sí mismos. Este síndrome se extiende a lo largo de sus
vidas llegando a la adultez, donde precisarán los cuidados de una esposa para
asegurar su existencia en el mundo.
La cuestión es que este nene se quedó jugando con unos muñequitos afuera
de la cocina, sentado en el piso. Estuvo un par de días esperando a que su mamá
saliera, con hambre, todo orinado y defecado. También tuvo un colapso y se
descompuso.
La policía recién entró a los 20 días. Las vecinas la habían llamado porque el
olor a muerte y a empanadas era algo insoportable (sobre todo el olor a humita). Se
llevaron los cuerpos. Después mi amiga se enteró por el almacenero que a juzgar
por las compras que hizo la criatura, habrán sido 33 docenas la que cocinó esta
mujer.
La suerte es que de esto podemos desprender una hermosa conclusión: las
empanadas se comen con la mano. Las más habilidosas pueden apuntar un cuadrito
con esta frase y colgarla en la cocina.
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